miércoles, 21 de diciembre de 2011

Un funeral casi gracioso

Su vida no pasó inadvertida para quienes tuvimos la dicha de conocerlo.
Cuando atravesamos la infancia nos parece que toda persona que supere los veinte años de edad ya es, un viejo. Y si aún no se ha casado, por lo menos en la década del `60, se convertía en un auténtico solterón.
Sólo que la soltería del tío Nicola era bastante particular. Su nombre era Nicolás y, como buen hijo de tano y viviendo en un barrio de inmigrantes, el nombre se acortaba. Lo cual había traído no pocos sinsabores al pobre tío en su niñez. Sabemos que los chicos pueden llegar a ser muy dañinos con sus bromas. Por lo que si, a mi tío, había algo que le molestaba: era su nombre.
Era alto, no medía dos metros, pero dentro de la altura normal de los hombre lo era. Delgado, sobrio al vestir, elegante, dueño de una sonrisa compradora y muy porteña, que sólo podía atraerle amigos y... amigas. Además de tener unos ojos verdes de suma expresividad. Al igual que mi padre, su hermano, ambos sufrían del mal del "pucho". Si cierro mis ojos sólo puedo verlo con un cigarrillo entre sus dedos, casi jugando, en la soltura del movimiento que lo llevaba a la pitada, al cenicero o a ese clásico expulsarlo con la fuerza del impulso del dedo mayor. Mientras que en la otra mano esgrimía el infaltable mate.
Pero no sólo el hecho de que fueran hermanos y compartieran su pasión por el cigarrillo y el mate unía a mi padre con su hermano Nicola. Sus físicos eran muy parecidos, a punto tal que algunos les decían mellizos, con la diferencia de que papá tenía unos acaramelados ojos marrones.
En oposición a papá que, siendo un joven de veintitrés años, ya se había casado con mi madre, tío Nicola hacía gala de una soltería que lo puso en más de un aprieto. Nada de esto lo incomodaba a la hora de salir con una mujer: soltera, casada, viuda, todo le caía bien.
Su carácter afable y no falto de picardía habían motivado que hasta llegase a un cambio de nombre, pues las candidatas no eran del barrio. Si el teléfono sonaba y yo estaba allí sabía, por su adiestramiento, dada mi corta edad, que si preguntaban por Mario, era a él a quien buscaban. Enseguida respondía que acababa de entrar y no sabía si estaba en la casa. De inmediato cubría el auricular para no ser escuchada, mientras casi con mímicas, le indicaba al tío de quién era el llamado. Según la circunstancia tomaba el teléfono con una sonrisa o cruzaba sus manos indicando con la boca "no". Y allí yo me ocupaba de disculparme con la candidata, "no, perdone, mi tío no está, ¿quiere dejarle algo dicho". No cavían dudas, me tenía bien enseñada.
El día que lo perdimos, en un accidente estúpido, como lo son todos, tenía apenas treinta y tres años. Y hoy, pasados tantos años, pienso que ese día realizó su última gran broma. Llegó una palma que decía, "Con amor de su novia", y las otras tres que vinieron llegando, de a poco, convencidas de ser la "única", tuvieron que aceptar que lo más conveniente era: no mandar flores.

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